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¿Amor o violencia? El dilema del asado

Con humor e inteligencia, el autor argentino ‘Mamo’ Gutiérrez comparte su conflicto moral entre la tradición del asado argentino y el llamado del activismo vegano.

Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos se han reunido alrededor del fuego para disfrutar de los sabores de la carne asada. Pero este hábito es cuestionado en la actualidad por activistas veganos y vegetarianos, quienes alzan un grito encendido: “¡Comer animales es Violencia!” Entre estos dos movimientos se debate el protagonista de esta crónica, un padre con un conflicto moral: ir con su familia al asado del domingo o salvaguardar a sus hijas de la tradición.

Hace algunas semanas estábamos yendo en auto a la casa de mis padres para comer el clásico asadito familiar del domingo. Yo iba al volante, Luli de acompañante y las niñas atrás, una dormida y la otra despierta. Ellas tienen esa increíble habilidad de alternarse en el sueño, con lo cual mami y papi son incapaces de relajarse. Llevábamos un vino, ensaladas y un kilo de helado. Sin importar nuestra insistencia, nunca nos dejan llevar la carne. Ese es un rubro que ellos cubren con generosidad. Y cuando digo “generosidad”, lo digo en el sentido cabal de la palabra. Porque los asados en su casa son la oportunidad semanal de decirnos sin palabras cuánto nos aman. Lo dan todo: vacío, entraña, corderito, chinchulín, molleja, morcilla, chorizo, papitas al horno, batatas, pancito casero, vinos, bebidas, ensaladas y buena música.

Ese domingo, como venía diciendo, iba al volante cuando de repente vi en una parada de colectivos un afiche enorme que decía: “Violencia es comer animales”

Siempre fui curioso con cuanto cartel, revista, diario, mural o pintada se me ha cruzado por delante. Tengo un magnetismo ineludible hacia las letras y las tipografías. Se me desvían los ojos, no puedo controlarlo. Es más fuerte que yo. Y ese día no fue la excepción: “Violencia es comer animales”

Seguí manejando en silencio, tratando de hacer de cuenta que no había leído nada, que sólo era uno más de los miles y miles de mensajes que nos ofrece a diario la vía pública. Llevé la mirada al paisaje, tratando de desviar también mis pensamientos. Pero no fue posible. Había quedado anclado ahí, en el afiche, en la parada de colectivos. Acababa de morder un anzuelo que se me había insertado en la parte más sensible de mi cerebro.

“Las estampan en la frente en letras moldes, como quien sella al ganado y ¡listo! Te reconfiguran neurolingüísticamente de por vida, te hacen otro para siempre”.

La frase volvía una y otra vez como un eco. “¡Malditos!”, pensé. Las escriben así, cortitas, con punch, para que no puedas sacártelas de encima. Las estampan en la frente en letras moldes, como quien sella al ganado y ¡listo! Te reconfiguran neurolingüísticamente de por vida, te hacen otro para siempre: “Violencia es comer animales”.

Miré por el espejo retrovisor y vi a mis hijas dejándose transportar dócilmente por su papá. Ese hombre que hacía unos minutos había emprendido feliz el viaje hacia uno de los eventos sociales más importantes de la humanidad: el asado familiar, ahora se debatía entre seguir andando o pegar la vuelta para evitar la consumación de un acto de violencia.

Mientras tanto, a unos pocos kilómetros de distancia, con seguridad mi viejo llevaba varias horas atendiendo los detalles del convite, controlando celoso cada una de las piezas de carne sobre la parrilla para agasajarnos como a él le gusta. Probablemente, ya habría dado vuelta al cachote de vacío, habría puesto limón a los chinchulines, tendría los riñones aún en remojo y las entrañas saladas a un costado, a la espera de nuestra llegada para ponerlas al fuego y hacerlas crepitar.

A medida que avanzaba y me acercaba a la zona del conflicto, el quincho de mis padres, pude ver que el grupo organizado, esa guerrilla urbana-pacífica-vegana, no había dejado parada de colectivos sin intervenir. Cada una de las garitas había sido embadurnada con engrudo, para que quedaran revestidas con afiches no sólo por fuera sino también por dentro. Y aunque la mayoría de los carteles decía lo mismo: “Violencia es comer animales”, también había otras frases como “Todos somos animales”; “Veganismo o muerte”, y otras más largas como: “Somos la especie en peligro de extinguirlo todo”. Todos los afiches estaban rematados por una misma firma que indicaba el sitio web de la campaña: voicot.com.

Pensé en mis hijas, en qué clase de educación les estaba dando, en cuánto protagonismo asumo y cuánta conciencia hay en mis decisiones. ¿Alguna vez me había preguntado si comer asado podía significar un acto de violencia? ¿Alguna vez me había detenido a pensar si los animales tenían derechos, y si los tienen cuáles son? ¿Acaso existe alguna diferencia entre sus merecimientos y los nuestros? ¿Qué le respondería a mis hijas si mañana alguna de ellas me dijera: “Papá, hoy leí un cartel en la calle que dice que comer animales es violencia y vos nos estás sirviendo milanesas de carne con puré, ¿no está todo mal con eso?”.

Estaba confundido, no sabía qué hacer: seguir avanzando o no. Quería ir a ver a mi familia, cultivar ese vínculo, que es la célula madre de todas las sociedades. Quería disfrutar de un buen agasajo y ser parte de este ritual histórico que nos reúne alrededor del fuego desde la época de las cavernas. Escuché en mi mente todas las discusiones en las cuales alguna vez había participado: charlas de amigos donde se encendían debates acalorados sobre el permiso o no que nos corresponde al momento de someter a las demás especies para subsistir (y darnos nuestros gustos). 

Volví a escuchar la voz de ‘Moncho’, argumentando con enojo que: “Los animales sienten, tienen emociones, sufren estrés igual que nosotros y no tienen por qué vivir en condiciones idénticas a las de los campos de concentración”. Se me vino también la voz de ‘Pato’, quien contenía su risa después de escuchar la arenga de ‘Moncho’, y decía: “El ser humano desde sus orígenes se ha abastecido de la naturaleza, del agua de los ríos, los lagos, el sol, las hierbas, las frutas y hortalizas, las plantas y también las carnes de los animales. Del mismo modo que muchos animales corren, persiguen, clavan sus dientes en sus presas y desgarran sin culpa sus cuerpos”. Y continuaba: “Por eso tenemos colmillos en la dentadura, la evidencia indiscutible de que fuimos diseñados para rasgar carne con los dientes”.

“Y pienso también en la multitud de movimientos que cada vez más alzan su voz para despertar a una sociedad ciega, que avanza como una aplanadora incapaz de parar siquiera para preguntarse si las cosas podrían tal vez ser de un mejor modo”.

Desde muy chiquito tengo ese incómodo hábito de escuchar todas las voces, de suponer que soy otro, de hacer el juego de rol de ser el dueño de un matadero y a la vez ser el líder de una agrupación vegana. Pienso en los millones de personas que amanecen todos los días en distintas ciudades del mundo, para trabajar en la industria de la carne, orgullosas de tener un trabajo que las dignifique. Y pienso también en la multitud de movimientos que cada vez más alzan su voz para despertar a una sociedad ciega, que avanza como una aplanadora incapaz de parar siquiera para preguntarse si las cosas podrían tal vez ser de un mejor modo.

Entre tanto, nuestro Volkswagen Gol ya había dejado la ruta, para levantar polvo por las calles de tierra del barrio de mi infancia. Solo algunas pocas cuadras nos separaban del chisporroteo de la carne sobre el hierro caliente, las gotas de grasa estrellándose contra el carbón encendido para transformarse en humo, el vapor, el olorcito a asado y el bandejeo de bienvenida con pedacitos de chori, morcilla y copita de vino.

“¿Qué de todo lo que hacemos hoy con total normalidad será motivo de vergüenza mañana?”

¿Qué dirán mis hijas en un futuro? ¿Se escandalizarán ante sus pares cuando recuerden su infancia, del mismo modo que nosotros lo hacemos hoy al recordar que encendíamos cigarrillos dentro de los aviones o que los profesores castigaban al alumnado golpeando sus manos con una regla? ¿Qué de todo lo que hacemos hoy con total normalidad será motivo de vergüenza mañana? “¡Mis papás me hacían comer asado!”, confesarán horrorizadas nuestras niñas a sus amigas, conversando con cascos de realidad virtual. “Yo era muy pequeña para saber lo que hacía. ¡Qué horror! Voy para allá, amiga”, terminarían diciendo, para teletransportarse en busca de un abrazo que contenga su llanto.

A 100 metros del destino, tuve ganas de apagar el auto, estacionarlo a un costado, sincerar con mi familia el dilema, entrar a la página de Voicot y leer en voz alta los principios de la agrupación, para decidir en familia si asistiríamos o no al asado. Dudé en hacerlo y me di coraje. Me dije: “Dale, hacelo, jugátela, es raro, pero hacelo, dale, frená el auto, las chicas te van a bancar, como dice Calle 13, ‘si quieres cambio verdadero pues camina distinto’, jugátela, es rarísimo, pero te van a bancar, hablales desde el corazón, compartiles lo que te pasa, va a salir algo bueno de eso, dale, Manolo, hacelo”.

Pero no me animé. Preferí guardar en silencio el despelote existencial que me revolucionaba por dentro. Opté por no multiplicar mi confusión y en todo caso salir a compartirla cuando la tuviera más digerida. Mi madre nos recibió con la alegría de siempre, feliz de que una vez más la familia llenara de vida su casa. En el quincho, la mesa ya estaba servida de forma prolija. Mi viejo, desde el otro lado de la barra y con su clásico delantal de asador, nos vio entrar, alzó sus brazos como político en campaña y sonrió por nuestra llegada.

Una vez sentados, celebré el encuentro familiar, las charlas y el disfrute del compartir. Mis padres estaban felices de vernos y recibirnos, y nosotros de que nos mimaran. Si bien el planteo gastronómico-moral me seguía susurrando al oído, decidí guardar por un rato el asunto en ese enorme cajón adonde envío mis contradicciones y dilemas sin resolver. Disimulé con enorme esfuerzo, esquivé los cortes de carne, para deleitarme con una regia ensalada rusa con papas al horno reposadas, sobre un colchón de finas hierbas.

Créditos fotográficos: Unsplash: Portada: Emerson Vieira. Foto 2: Markus Spiske. Foto 4: Steinar Engeland. / Foto 1 y 3: Colectivo Voicot.

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