Crónica de una estafa frustrada (o cómo evitar la guerra)

Obra de humor desde Bariloche: Tranqui 120 Humor.
Preferisci avere la ragione o la pace?
(¿Prefieres tener la razón o la paz?)
  1. Madre Elvira

Las matemáticas me avalaban. El tipo me estaba robando. Lisa y llanamente. Y los montos, siendo monotributista clase B (la más baja), eran grandes. El dueño de la casa de electricidad se estaba llevando una buena tajada de dinero con total descaro e impunidad, y eso yo no lo iba a permitir. Hace algunos años, soltero, tal vez no hubiera armado semejante escándalo. Pero ahora, con dos hijas bajo las alas, el asunto cobraba seriedad: cada peso que aterrizaba ilícitamente en su bolsillo se traducía inmediatamente en menos pañales, menos algodón, menos óleo calcáreo y menos bananas: las cuatro necesidades básicas de mis hijas.

Después de casi cinco años en una cabaña de madera de treinta metros cuadrados, estábamos a punto de mudarnos a una casa de cuatro ambientes; por fin, ya no dormiríamos los cuatro dentro de la misma habitación. Las dos viviendas estaban dentro de un complejo construido a lo largo de tres generaciones por la familia de mi compañera Ele, una especie de aldea familiar con frutales, huertas e invernaderos, surcada por un arroyo de deshielo.

Con Ele y nuestras dos hijas estábamos ante un hito en nuestra vida: de la categoría cabaña ascendíamos a la de casa. Para eso estábamos comprándole al dueño del almacén de electricidad (lo llamaremos “el tipo”) nada más y nada menos que todos los insumos necesarios para hacer de cero la instalación eléctrica de nuestra futura casa. Se trataba de una residencia que había sido construida por el abuelo de Ele, convertida en camping por su hermano menor, habitada por su hermano mayor y ahora, más de cincuenta años después, ofrecida a nosotros con las bondades y achaques de un cobijo añejo.

Los deterioros que el tiempo había grabado en la estructura nos obligaban a invertir todo lo que teníamos (y lo que no también) en materiales de construcción y mano de obra, para volver a poner la casa en condiciones. Debíamos asegurarnos de que nadie corriera riesgos al momento de encender una luz ni mucho menos provocara un cortocircuito en una casa con tanta madera. Después de mucho pensarlo, resolvimos hacer la gran apuesta y no íbamos a escatimar.

Decidimos invertir lo que para nosotros era una fortuna en rollos de cable de todos los colores: blanco, rojo, azul, amarillo, marrón y verde. También caños, curvas y uniones de hierro; cajas octogonales de aluminio; disyuntores y térmicas; lámparas led, y kilos de cinta aisladora. En pocas semanas, dominé el Diccionario del Buen Electricista y me había convertido en un pagador implacable. Ayer 41.300. Hoy 28.900. Mañana 12.500. Así se sucedían los montos a pagar en la casa de electricidad, de a “diezmiles”. Con cada remito que recibíamos nuestras ganas de iluminar la casa se diluían un poco más. ¿Era realmente necesario tener luz en la casa? ¿No había sobrevivido la humanidad durante decenas de miles de años sin electricidad? ¿Por qué no retomar esa sabiduría ancestral? ¿Por qué no encender un buen fuego en el centro del living y ya? ¿No sería eso más económico, más ecofriendly, más romántico? Sí. Pero ya sabemos que modernidad mata romanticismo. Así que optamos por las mejores marcas, productos perdurables, fiables y caros, por supuesto. El bienestar de nuestras dos pichonas lo ameritaba.

La obra se puso en marcha. En lo técnico todo venía bien. El electricista y su ayudante trabajaban con una agilidad deslumbrante. Llevaban catorce años juntos. “Estoy más con él que con mi mujer”, me dijo un día el jefe. “Ahora se viene San Valentín y todavía no sé a cuál de los dos tengo que hacerle el regalo”, bromeó. 

Sin embargo, en lo financiero la cancha empezaba a embarrarse. Los remitos que nos llegaban mostraban totales y subtotales que no coincidían con mis cálculos. ¿Por qué hoy el tipo me cobra 28.900 en lugar de 27.800? Cuando ayer me cobró 41.300, ¿no debería haberme cobrado 39.700?

Con el tipo habíamos hecho un acuerdo que era bien clarito: si pagábamos en efectivo nos hacía un diez por ciento de descuento y si además lo hacíamos sin factura, nos descontaba la mitad del IVA (lo sé, no corresponde, pero reconozco que muchas veces decido desde el bolsillo, no desde la ética tributaria). Teniendo en cuenta que el IVA en Argentina es del 21%, entonces el descuento adicional que nos ofrecía era de 10,5%. 

10 + 10,5 = 20,5

El misterio fue invadiéndome a tal punto que ya no podía pensar en otra cosa. Me lavaba los dientes pensando en el tipo, cocinaba haciendo números en mi cabeza y cambiaba pañales llevando y trayendo fórmulas en mi mente.

¿Por qué entonces los montos finales a pagar nos daban distinto al tipo y a mí? Le pedí a Ele que hiciera sola las cuentas, sin mi condicionamiento. Ele llegaba a los mismos resultados que yo. El misterio fue invadiéndome a tal punto que ya no podía pensar en otra cosa. Me lavaba los dientes pensando en el tipo, cocinaba haciendo números en mi cabeza y cambiaba pañales llevando y trayendo fórmulas en mi mente. Literalmente no podía dejar de pensar en el asunto de los remitos. Comencé a creer que estaba enloqueciendo. Mi defensa de la comunicación no-violenta me impedía juzgar con todas mis fuerzas al tipo, no me permitía increparlo abiertamente, denunciarlo y recuperar lo que nos había sido quitado suciamente.

Estaba dividido. Confieso que una parte de mí quería patear la puerta vidriada del comercio y recuperar lo mío. La otra me tironeaba sin descanso hacia esa tercera zona intermedia donde los seres humanos empatizamos, escuchamos y nos encontramos civilizadamente, aun en la diferencia. Mi sistema de control y mando había sido tomado por un líder guerrillero y un embajador de las Naciones Unidas, y ambos forcejeaban por ganar la pulseada.

Tuve noches de insomnio en la cabaña. Ante la imposibilidad de dormir, en plena madrugada, decidí esquivar a toda mi familia durmiente para irme al living a hacer cuentas con la calculadora del celular. Ni aún forzando las matemáticas lograba llegar al mismo valor. Definitivamente había gato encerrado. Esa misma noche googlee “trastorno obsesivo compulsivo”. Temí por mi salud mental.

A la mañana siguiente, disminuido por el poco descanso, tomé una decisión desacertada. Dejé que decidiera la bestia. Iría al local a primera hora, ni bien abriese. Por primera vez en mucho tiempo, me había decidido a confrontarme con otro. No iba a escuchar ni a encontrar la zona de conciliación. Iba decidido a pelear por lo mío. Ingresaría con ímpetu y lo acusaría de injusto, ladrón y estafador. Era consciente de que con ese acto estaría quemando todas mis lecturas de nonviolent communication, mis ejercicios de observación sin juicio y mis retiros de amor incondicional. Desde esa mañana, toda esa literatura perfecta, sabia e irrefutable funcionaría para todos los seres humanos del planeta, menos para el tipo. Lo había decretado. Sólo me quedaba informarlo a Ravi Shankar, Marshall Rosemberg, Osho y San Mateo, para que pudieran incluir esta excepción como apéndice en sus textos.

Esa mañana, desayuné nervioso, tomé equivocadamente unos mates que me encendieron las tripas de acidez y me subí al auto con el pulso tembloroso. En el camino, tuve una ocurrencia cultivada en los campos de la malicia. Antes de aparecerme en el comercio del tipo, para denunciarlo a viva voz ante sus clientes y empleados, hice una compra grande en lo de “Circutti”, su principal competidor. Salí a la calle con una enorme caja y un ticket kilométrico plegado estratégicamente encima de los productos, para que el total quedara a la vista. Supuse que al apoyarle la caja sobre el mostrador, el tipo, en su codicia, no podría evitar ver sobre el número y enterarse de que esta vez no serían sus bolsillos los que se engordarían, sino los de su competencia histórica. Una daga que sería clavada con tal sutileza que dejaría mis manos impolutas. Como si la malicia me hubiera sido soplada por Nostradamus, todo sucedió tal cual fue premeditado.

Entré con vehemencia en su local. Delante de mí se desplegaba un largo pasillo hacia el mostrador, entre lámparas y veladores. No había clientes. Sólo el tipo y uno de sus vendedores. La bestia en mí lamentó la ausencia de otras personas. Eso redujo el principal combustible de todo buen escándalo: la tribuna. Por su parte, el diplomático, sin bien cómplice del inminente embate, celebró el vacío. Después de todo, el objetivo último era desenmascarar al tipo, no exponerlo.

Caminé la distancia que me separaba del mostrador, apoyé con nervios la caja y activé el plan:

–Buen día– comencé.

–Buen día, Manuel –me saludó el tipo–. ¿Cómo estás?

–Acá estamos –le respondí, evadiendo el clásico “bien” y dilatando el “todo mal”.

Los ojos del tipo, tal como había sido planeado, se fueron enseguida hacia la caja.

–Compraste en otro lado, ¿qué pasó? Nosotros vendemos todos esos productos.

–¿Sabés qué pasa? Que no me cierran tus matemáticas y en otros lugares sí –la voz me temblaba–. Así que decidí empezar a comprar en lugares donde nos entendemos con los números.

–No entiendo, Manuel.

–Te lo vengo diciendo hace tiempo y no la querés ver. Quedamos en que en efectivo nos hacías el diez y sin factura arreglábamos la mitad del IVA.

–Y sí, si eso es lo que estamos haciendo.

En ese instante, se me terminó de “saltar la cadena”. Si aún quedaba en mí un resto que luchaba por contenerse, por no perder el control, esa frase (“eso es lo que venimos haciendo”) terminó por vencerlo para destruir el dique de mi compostura.

Apoyé mis codos sobre el mostrador reclinándome hacia él, con mis pies casi despegándose del suelo, clavé mis ojos cargados de ira sobre los suyos y levantando el tono ataqué:

–¡No! No me digas que es lo que venimos haciendo, porque no. Decime por favor, y te pido que me la hagas corta, cuánto es el veintiún por ciento de cien. Respondeme eso por favor porque ya siento que me estás tomando por idiota.

–¿El veintiún por ciento de cien? –repitió el tipo retrocediendo unos centímetros, sorprendido por el giro en mi actitud.

–Sí. Lo que escuchaste. ¿Cuánto es el veintiún por ciento de cien?

–Veintiuno.

–Y entonces explicame por qué, cuando deberías descontarnos veintiún pesos con cincuenta centavos por cada cien pesos vos siempre nos descontás menos. Explicame eso, porque me estoy volviendo loco.

–Es que no es así, Manuel. Yo hago otra cuenta.

–¡No lo puedo creer! –lancé sacudiendo mi cabeza incrédulo, caminando desencajado de un lado para el otro.– ¿Cómo qué no es así? Dijimos diez en efectivo y diez coma cinco sin factura.

–Pero estás haciendo mal las cuentas, Manuel. Perdoname, pero no es así.

–¡Ah, listo! –grité riéndome socarronamente, abriendo los brazos, buscando complicidad entre los clientes que no estaban–. Ahora resulta que diez más diez coma cinco no es veinte coma cinco. La verdad, sos el único comercio de toda la ciudad que entiende las matemáticas de este modo. ¡Es rarísimo!

–Manuel, a ver –dijo el tipo estoico en su calma–. Creo que hay un error. Nosotros acordamos el veinte coma cinco por ciento. Pero eso no significa que a cada cien pesos tengamos que descontarle veinte pesos con cincuenta. No es la cuenta que hay que hacer.

–¿Qué me querés decir?

–Eso, que la cuenta es otra. No sé, fijate en alguna factura que te haya hecho otro proveedor, vas a ver que el IVA no es el veintiún por ciento del total. Es el veintiún por ciento del neto, no del total.

El tipo terminó su explicación y guardó silencio mirándome. Quise por todos los medios desaparecer. Por primera vez en semanas supuse que tal vez el tipo tenía razón. Tal vez. Ante la duda, le sostuve mi mirada también en silencio, rígido en mi orgullo, ya sin argumento que pronunciar, pero todavía desafiándolo en caso de que estuviera jugando conmigo.

–Me fijo –le dije ofendido, impostando una seguridad que se me iba desmoronando de a pedacitos sobre el mostrador.

El tipo tenía razón. Yo no despegaba la mirada del teléfono, no quería. No podía. ¿Y ahora? ¿Cómo seguiría el acting del justiciero?

Tomé mi celular y busqué el presupuesto de unas aberturas de PVC, que me habían enviado hacía algunos días. Al ver los montos discriminados entendí en un instante lo que no había podido ver a lo largo de semanas: el IVA se carga siempre sobre el subtotal, sobre el neto. Y yo pretendía descontarlo del total. El ABC de las finanzas, lo básico.

El tipo tenía razón. Yo no despegaba la mirada del teléfono, no quería. No podía. ¿Y ahora? ¿Cómo seguiría el acting del justiciero? Analicé rápidamente los dos escenarios posibles. Podía vestirme de orgullo, sostener mi denuncia e irme indignado ante la supuesta estafa del tipo, aún sabiendo que la razón era suya. O, la más difícil, alzar la mirada, mirarlo, admitirle mi reciente entendimiento y desarmarme en un pedido de disculpas. ¿No era ese el fundamento de la comunicación no-violenta? Si tanto me horrorizaba la guerra entre las naciones, ¿no era esta mi oportunidad de sembrar mi semilla por la paz? Me detuve un instante más sobre la factura de las aberturas, junté coraje y lo miré. Hice una pausa dramática, con tono casi de declaración amorosa, y le dije: 

–Lo acabo de entender. Tenés razón. Ahora lo entiendo. Te pido perdón.

Mientras me disculpaba, estiré mi mano para hacer las paces. Él la agarró y sin soltarla tomó la palabra:

–Está todo bien, Manuel. Yo no sabía cómo explicártelo, pero me deja tranquilo que nos hayamos entendido.

–Te pido perdón, te pido mil disculpas.

–No te hagas drama.

–Sí, es que necesito pedirte perdón –le dije al borde del llanto–. Te increpé, te acusé de mentiroso y estuve siempre equivocado.

–Tranquilo, ya está –me concilió el palmeándome la mano–. La próxima, ya sabés, todos los productos que tenés en la caja los podés conseguir acá.

–¿Con el veinte coma cinco?

–Con el veinte coma cinco.

Nos reímos para cerrar la charla, soltamos nuestras manos y me despedí emocionado. Una vez en la calle volví a respirar aire fresco. Con la caja entre mis manos, me sentí hinchado de alegría. Eran muchas las conquistas. Habíamos logrado llegar a esa bendita zona intermedia que tanto me obsesiona. Había entendido las matemáticas. Ya no me desvelaría por las noches atormentado por los números. Podría cruzarme con él en la calle sin miedo a sentir el odio en mis tripas y podríamos reírnos con complicidad de la novela compartida. Y por sobre todas las cosas, me sentí feliz porque habiendo ido a la guerra, había ganado la paz.

Fotos: Cortesía del autor.

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