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¿Turistas o peregrinos?: Transitar con conciencia hacia un viaje interior

¿Dónde está nuestra consciencia cuando viajamos? Una mirada contemplativa al acto de desplazarnos
De turistas a peregrinos

Nómadas en busca de alimentos y climas favorables; buscadores de tierras fértiles; conquistadores de reinos; aprendices de secretos; caminantes de lugares sagrados; coleccionistas de ciencias lejanas; navegantes y escaladores; comerciantes; ávidos de lugares emblemáticos, mochileros, comidistas o sibaritas. Desde los comienzos de la historia hasta nuestros días nos hemos movido. Pese al peligro, la incertidumbre o la posibilidad de no retorno, hemos emprendido marchas que han hecho del mundo un lugar más cercano y conocido.

La sensación de desplazarnos es quizá la misma de antaño: el entusiasmo por la aventura, la imaginación de nuevas experiencias y la esperanza de que dejar atrás lo conocido nos cambie. Sin embargo, las intenciones de viajar han cambiado: desde la supervivencia nómada; pasando por la aventura homérica o los viajes de Marco Polo; cruzando por el afán expansionista de las Cruzadas, la conquista de América o el colonialismo, hasta nuestros días de Lonely Planet o Trip Advisor.

De turistas a peregrinos

Se trate de un paseo por el parque, una salida a las afueras de las grandes urbes, un viaje en nuestro país o un desplazamiento a culturas lejanas, la motivación, la preparación de nuestra mente, la disposición de nuestro espíritu y la manera de transitar determinarán la experiencia de movernos. A raíz de los cambios surgidos en la segunda mitad del siglo XX, en especial con el desarrollo de la aviación comercial y el crecimiento económico de los EE.UU., se consolidó una manera de viajar que nos marca hasta la actualidad: el turismo de masas. Luego, a partir de la década de los setenta, con la creación de la Organización Mundial del Turismo (1974) y el énfasis en el viaje como motor de las economías, se desplegó una carrera de los destinos por constituirse en un punto de interés para atraer inversionistas y visitantes.

Un lugar sólo existe si lo registramos y nos registramos con él. Así el lugar pasa a un segundo plano, es una suerte de escenografía de nuestro retrato.

De la misma forma que los artículos de consumo, los destinos se nos presentan a los turistas adornados con las estrategias publicitarias de estatus, placer y necesidad. Al sentimiento atávico de movernos se unió la presión por “consumir” los lugares. Buscamos vivir la comodidad y el lujo que no tenemos en nuestra vida cotidiana. Y a la vez, nos dejamos llevar por la ansiedad de llenar las “casillas” de lugares por visitar. La mayoría de nosotros ha experimentado esa sensación de “tener” que recorrer los lugares emblemáticos de un destino, soportar las aglomeraciones, acelerar el ritmo, tomar la foto de rigor y continuar hasta el siguiente lugar. Esta ansiedad por visitar se ha incrementado aún más gracias a las redes sociales, con su tiranía para mediar la experiencia. Un lugar, comida y experiencia sólo existe si lo registramos y nos registramos con él. El lugar pasa a un segundo plano, es una suerte de escenografía de nuestro retrato. De esta forma, el destino se convierte en un no-lugar (en palabras del antropólogo Marc Augé), esos espacios de flujo o tránsito donde no hay identidad o subjetividad.

Como turistas de hoy, a veces nos sentimos extenuados después de un día de marcha y al día siguiente somos incapaces de detenernos, porque percibimos que son inagotables los lugares por conocer. Pero pese a nuestros esfuerzos, los destinos no nos “afectan” profundamente, porque olvidamos escucharlos profundamente. Imponemos sobre los lugares nuestros expectativas, gustos y disgustos, siempre yendo hacia adelante, sin permitirnos la pausa, la demora.

Templo en Japón, entre el bosque verde.

Otra forma de viajar es la del explorador. Anteriormente, los buscadores emprendían marchas hacia aventuras, nuevos mundos, tesoros o quimeras. Ahora llevamos a cabo expediciones para estimular los sentidos, impulsar los cuerpos o salvarnos del aburrimiento. El fenómeno de los deportes extremos y de los desafíos sobrehumanos, con sus ideales de ir al límite, producir adrenalina y vivir al máximo son señales de una necesidad de “sacudirnos”. En lugar de observar la montaña, queremos escalarla, y a cambio de contemplar la belleza del río, lanzamos balsas para ser arrastrados en sus rápidos. A diferencia del turista, el explorador logra ir más allá del confort y de la ansiedad por visitar lugares emblemáticos, pero como si se tratara de un tren de alta velocidad, pierde el paisaje, la sutileza y todas las escenas del teatro de la existencia.

En una reciente entrevista al interesante filósofo alemán Peter Sloterdijk para el diario El País, el periodista Jacinto Antón pregunta: “¿Hemos perdido capacidad de pensar?” y el pensador responde: “No es capacidad como tal. Pero no se dan las circunstancias vitales que nos permiten retirarnos y tomar distancia. Para Husserl y su fenomenología había que salir del tiempo impetuoso de la vida, el dispositivo más elemental era siempre dar un paso atrás. Ese acto te permite convertirte en observador. Sin una cierta distancia, sin una cierta desimplicación la actitud teórica es imposible”. Nuestras vidas cotidianas carecen de tiempos del Estar, escenarios para la presencia y la consciencia; por ello, también queremos movernos, para vivir el tiempo de otra manera. Pero ni el turista ni el explorador permiten que el espacio despliegue otras formas del tiempo.

La experiencia del peregrino carece de prisa y no requiere gran destreza física, precisa de voluntad y un perfeccionamiento de la atención.

La última y más olvidada forma de desplazamiento es el peregrinaje. Practicada por devotos de diferentes religiones y creencias, esta forma de viaje asocia los lugares con dimensiones trascendentales. Fuera como penitencia, búsqueda de una gracia o camino de autoliberación, el peregrino descubre con sus pasos caminos interiores a medida que recorría los senderos exteriores. La experiencia del peregrino carece de prisa y no requiere gran destreza física; precisa de determinación y un perfeccionamiento de la atención, porque hasta el sutil de los pensamientos y la más leve brisa se conviertan en pretexto de amplitud y elevación.

El peregrino entabla amistad con la lentitud, la soledad, el silencio y la contemplación. Vive el viaje como un proceso íntimo y al mismo tiempo abre sus sentidos para recibir los mensajes del lugar. El rayo de luz entre las ramas, el petricor, los cantos de los pájaros; los tropiezos y las sorpresas; los recuerdos y las revelaciones; la belleza simple que transforma para siempre. El peregrino transita un viaje interno, y a la vez está abierto al intercambio con otros peregrinos y maestros. Comparte con ellos sus ilusiones y hallazgos; el brillo de su generosidad y humildad, y la verdadera amistad, aquella que surge cuando se encuentran los corazones sinceros.

Flores multicolor en la primavera de Japón.

Somos hijos de nuestro tiempo. Seguramente, en un próximo viaje asumiremos los lentes del turista y nos emocionaremos por conocer lugares emblemáticos. Nos agitaremos para hacer los recorridos sugeridos por otros viajeros y tomaremos la foto de rigor. Quizás también sintamos la tentación de desafiar nuestras fuerzas o emprender una aventura. Pero, tal vez, recordemos en algún instante la invitación del peregrino: movernos lento y con atención, teniendo la consciencia de que cada desplazamiento es único, efímero, sutil y, al mismo tiempo, exuberante y valioso.

Qué pasaría si la siguiente vez que emprendamos un viaje hacia el parque cercano, las afueras de nuestra ciudad o tierras lejana, creáramos un pacto de observar nuestras motivaciones detrás del movimiento, estar más presentes en el camino, desacelerar los ritmos y fluir con ese guión secreto del viaje. Quizá de esa forma podríamos lograr que el desplazamiento y los lugares nos transformen, y acercarnos al ideal propuesto por el pensador indio Sri Aurobindo, cuando afirmaba: “Conocer otras regiones del alma es ampliar nuestros límites y hacer más opulenta y rica la tierra donde vivimos. Traer los dioses a nuestra vida es elevarla a sus más divinos poderes. Vivir en cercana y duradera intimidad con la Naturaleza y el espíritu en ella es liberar a nuestra vida diaria de su prisión de estrecha preocupación”.

Fotos: Ishwara

Director de Hojas de Inspiración. Director de Proyectos de la Fundación <a…

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