Domingo de elecciones: O de las moradas de la memoria

Era domingo de elecciones. El extranjero salió con el alba rumbo al mercado central. Esa madrugada sentía un entusiasmo inusitado que se reflejaba en sus pasos firmes. Sus botas gastadas se abrían paso por la nieve y su cuerpo añejo afrontaba con coraje las ráfagas de viento. Recorrió los casi dos kilómetros de calles nevadas desde su casa hasta la plaza principal. Se detuvo unos instantes en una de las esquinas emblemáticas del pueblo, frotó sus manos, las sopló y el breve recuerdo infantil de una caracola entre sus manos cruzó por su memoria.

Levantó la mirada y contempló el cordón plateado en la cordillera. El cielo era rosa y las bandadas de aves eran dueñas de esa hora. Se permitió una vez más el espectáculo que aún lo conmovía, pese a haber llegado a este remoto lugar veinte años atrás. Continuó su marcha y mientras caminaba, repasó de nuevo en su mente el ceremonial planeado desde hacía meses: la receta, su atuendo, el lugar de cada invitado en la mesa, las palabras de bienvenida, la música, los regalos…

Los muros de la pequeña población patagónica estaban empapelados de rostros que repetían ese gesto indefinible pero diáfano aprendido por todos los políticos, como si se tratara de una seña de logia. Los eslóganes hablaban de un futuro promisorio, pero su redundancia presagiaba un doloroso eterno retorno. En las calles, los últimos panfletos se perdían con el viento o yacían bajo la nieve. Las campanas de la iglesia llamaban a los feligreses para asistir a la primera misa antes de la votación.

El vacío de las calles y la parsimonia del pueblo contrastaban con el ritmo del mercado: jóvenes corriendo con bultos de un lado para otro; verduleras ordenando la mercancía; carniceros anunciando sus ofertas para el tradicional asado, y gracias a la contienda de este domingo, grupos discutiendo por la conservación o renovación de los beneficios para “el pueblo”. El extranjero bajó su cabeza y avanzó entre los corredores. En medio de la vorágine, trataba de recordar los ingredientes de la cena. Se mantenía al margen de la contienda política, a pesar de que esta posición no era bien vista en un país donde todos tenían alma de analistas y economistas. Desde su partida de su lugar de origen, había prometido mantenerse al margen de este tópico.

En su juventud, estudió historia en la Universidad Nacional y fue profesor de la facultad por un par de años. La efervescencia política, la represión del Estado y el sueño por luchar contra las desigualdades lo llevaron a unirse a una de las guerrillas de su país. Años después de vivir en la selva y de ver cara a cara la muerte, el grupo insurgente llegó a un acuerdo con el gobierno para deponer las armas. Durante una década, ejerció con éxito cargos públicos, participó en las elecciones y fue la esperanza de la izquierda. Pero por este camino se encontró con la intolerancia, y la sangre de sus compañeros ultimados sistemáticamente fue la triste evidencia de su incapacidad para cambiar el país. Para su cumpleaños número cuarenta recibió como regalo la soledad de su lucha y el vacío de sentido. Había llorado demasiados muertos, y en el entretanto, se le había escapado esa felicidad tan fútil pero plena de los hijos, la esposa, la casa y la rutina. La pérdida de propósito y su inminente asesinato empujaron su partida hacia el Sur. Al comienzo, fue en busca de un sueño llamado Lucía, una argentina a quien había conocido en una reunión del Partido y que fue capaz de aplacar sus deseos de combatir y tener la razón.

Al llegar al puesto del mercado, la mujer sonrió y lo saludó con el gentilicio del extranjero, como lo hacía la gente del pueblo desde hacía dos décadas. Preguntó por los vaticinios del resultado de la contienda y él encogió los hombros. Entonces pasaron a su asunto, ella sacó una bolsa negra debajo del mostrador y mencionó en voz baja las dificultades para conseguir ciertos productos. Incluso dijo que la “fruta” había venido escondida en el camión, pues la Policía había prohibido su envío desde la capital. El extranjero se tomó el tiempo de revisar: yuca, plátano, maíz, cilantro, una gallina entera y una papaya. Pagó el precio acordado y entregó una generosa propina.

De vuelta a casa, canceló una vieja deuda en el granero y visitó al zapatero para regalarle por fin los guantes de cuero que éste siempre admiró. Entró a la miscelánea a recoger los regalos para sus invitados. Un sombrero blanco de paño de oveja para su padre, una mantilla negra en croché para su madre, un prendedor de libélula multicolor para su hermana mayor y un cuchillo con hoja labrada para su hermano menor. Todos los obsequios habían sido escogidos con cuidado y encargados con meses de anticipación a la capital. Su costo superaba con creces el presupuesto y había invertido en ellos todos sus ahorros. 

Desde la muerte de su esposa, seis años después de su llegada a ese país, no tenía invitados. Es cierto que de vez en cuando ofrecía una copa de vino a algún conocido, pero había olvidado esa mezcla de expectativa y ansiedad que producía ser anfitrión.

Empezó a nevar y el viento hizo pesado su regreso. Al llegar a casa, tomó pocos minutos para descansar e inició la preparación de la velada: barrió una vez más el piso que en aquel paraje desconocía la limpieza; avivó el fuego y apiló leños para el resto de la noche; extendió sobre la mesa el mantel bordado usado en su boda; dispuso la mesa con cubiertos que conocieron tiempos mejores, y desempolvó el tocadiscos. Desde la muerte de su esposa, seis años después de su llegada a ese país, no tenía invitados. Es cierto que de vez en cuando ofrecía una copa de vino a algún conocido, pero había olvidado esa mezcla de expectativa y ansiedad que producía ser anfitrión.

En la mitad de los preparativos, un recuerdo de Lucía saltó desde un rincón. Ella había transformado el fuego combativo de la juventud en una entrega intensa. El machismo aprendido en su tierra se había desvanecido ante su ternura, voluntad y lucidez. Fue feliz por seis años en aquel lugar inhóspito, donde aprendió el gozo de la simplicidad, del hábito y de los pequeños éxitos cotidianos. Pero el sosiego se rompió con su repentina muerte. Él quedó suspendido en el tiempo. El desgarro inicial se transformó en una tristeza gris. La vida se tornó inercia, las lágrimas se secaron y con ellas languideció el futuro.

Catorce años después, las mismas preguntas aparecían: “¿Por qué no había regresado al Caribe, por qué no se había vuelto a enamorar, por qué no había encontrado un trabajo como profesor de historia en vez de continuar en esa labor extenuante de cartero, por qué, por qué?” Las interrogantes siempre movían sus entrañas algunos minutos y luego regresaba aquel vacío, ese rapto del alma de la viudez capaz de disolver los cuestionamientos y regresarlo al sentimiento de levedad, ausencia y muerte en vida.

Pero ese día era distinto. A la digresión y la nostalgia siguió una esperanza por el desenlace de la cena. Ese día de elecciones, contempló por su ventana la vastedad de la pampa, el verde rebelde que desafiaba al desierto y la cordillera con sus senos blancos de nieve. Todo era diferente: tenía invitados y preparaba la receta de su abuela; rescató del olvido el pantalón de lino, la guayabera y los mocasines blancos, y probó los discos de paseos, porros y vallenatos. La aguja del tocadiscos se esforzó por recordar los caminos polvorientos de antaño, y, aunque torpe, logró sacarle voces al acetato para traer hasta esas tierras yermas a Lucho Bermúdez  y Escalona. Las canciones se sucedían una tras otra, mientras el fuego en la estufa evocaba la infancia, los primeros amores y las casonas de puertas abiertas. Se atrevió a danzar como no lo hacía desde hacía décadas. Sintió nostalgia por su Lucía, pero sonrió al comprobar que sus caderas aún guardaban la cadencia de las olas y el acordeón.

Dos horas antes del encuentro todo estaba preparado: la música, la cena, los regalos, el fuego, el ron para él y sus hermanos, el moscatel para su madre y el whisky en copa pequeña y sin hielo para su padre. Se sentó, contempló su obra y tras largos meses de preparativos, realizó la magnitud de la reunión. Entonces, sus manos temblaron y la emoción inicial dio paso a un manojo de nervios.

Su padre era sargento retirado del ejército. La partida de su hijo al monte había sido una herida profunda para su salud y su dignidad. Desde entonces, el viejo caminaba sin el garbo de la milicia y recorría las calles del pueblo caribeño con la vergüenza a cuestas. Había dejado de frecuentar las parrandas y ya no recordaba sus hazañas en el Batallón Colombia, aquel contingente que combatió en la guerra ajena de Corea. Prohibió mencionar el nombre de su hijo, mandó recoger todos los objetos que pudieran recordarlo y llamó a un retratista de la ciudad para que tomara fotos de su familia, de los cuatro. Las cartas que el extranjero enviaba desde el monte se leían en secreto. La noticia de la amnistía del gobierno y el retorno a la vida civil se recibió con un júbilo silencioso. Incluso, cuando el otrora miliciano se convirtió en un prometedor político de izquierda y visitó en su correría su pueblo natal, el viejo se encerró con una botella de whisky y sólo salió dos días después, cuando no había posibilidades de encuentro.

Se miró al espejo y descubrió su vejez: su cuerpo escuálido, sus ojos hundidos, todas las marcas de la vida en las arrugas. Se acercó y sonrió, hacía mucho no se “veía”. Había evitado su presencia por años.

El extranjero no sabía si reconocería a aquel hombre vital y orgulloso que había dejado de ver hacía tres décadas. La hora se acercaba y afuera la nevada se hacía intensa. Entró en el baño y con una toalla mojada en agua de rosas limpió su cuerpo. Se afeitó y agitó el frasco de colonia con generosidad. Se enfundó en el traje amarillento, disfrutó la suavidad del lino y sintió el olor a naftalina. Se miró al espejo y descubrió su vejez: su cuerpo escuálido, sus ojos hundidos, todas las marcas de la vida en las arrugas. Se acercó y sonrió, hacía mucho no se “veía”. Había evitado su presencia por años.

Sonó la campana de la entrada y sus piernas temblaron. Caminó lento, giró el picaporte y una ráfaga de viento abrió la puerta con violencia. Su hermana se abalanzó hacia él y lo llenó de besos; era un juego entre ellos pues él era poco dado a los afectos. Después de una amorosa lucha, lo soltó y entró directo a inspeccionar todo. Mientras llenaba con sus gritos y risas los rincones mustios, la madre lo abrazó entre lágrimas. El padre y el hermano cerraron juntos la puerta y se deshicieron de sus abrigos mojados. El extranjero apartó una silla de la mesa para que la madre conmovida tomara asiento y saludó a su hermano. Palmeó su espalda ancha y sintió los brazos fuertes, producto de su tiempo en la Armada, pero al mirarlo en sus ojos se encontró con ese miedo infantil a su padre y a las figuras de autoridad.

La hermana regresó a la habitación vociferando y cuando vio a su hermano frente a su padre interrumpió la excitación. Solo se escuchó el crepitar de la madera. El viejo avanzó y envolvió a su hijo en un abrazo. El extranjero no tenía en su memoria un contacto tan cercano y su sorpresa se tradujo en un llanto primordial. Dejó caer su cuerpo sobre el anciano que lo sostuvo. Hundió su rostro en el saco de lino, sintió en ese cuerpo cansado el olor del calor de medio día, de la humedad de la Sierra y de la piel morena. Lloró y lloró. Por las ausencias de esos abrazos, por los amores no correspondidos, por las injusticias y los muertos de la guerra. También por esa corrupción que secó sus ganas, por el silencio estridente de su padre, por la partida de su tierra, por Lucía… En ese abrazo, encontró refugio para sus lágrimas escondidas.

Los puestos asignados y el ritual planeados por meses se fueron al traste. El padre y el hermano llevaron hasta una silla al extranjero que se había vuelto niño. El viejo se sentó al lado del hijo ausente y tomó una de sus manos; las desilusiones habían hecho del sargento recio un hombre tierno. La madre y la hermana entraron a la cocina, mientras su hermano se hizo cargo de la música. El extranjero miraba fijo sus mocasines y se aferraba a aquella mano. Entonces, del tocadiscos salieron las palabras: “Hoy quiero gozar, quiero vivir en Salsipuedes, tierra de ilusión donde el amor nunca se muere…”. Salsipuedes, de Lucho Bermúdez,  hizo que levantara la mirada para ver cantar a su hermano, acompañado de ese clarinete que trató de convencerlo de quedarse en ese pueblo donde el amor era eterno.

Como en los viejos tiempos, la madre ordenó a todos disponerse para una oración antes de  la cena, mientras la hermana disponía las tazas humeantes. Abrieron los regalos; repitieron porciones de sancocho y dulce de papaya, y se llenaron una y otra vez las copas de ron, moscatel y whisky. Por unas horas, las anécdotas detuvieron la nevada y trajeron a la Patagonia los muros blanquecinos, las palmeras, los abanicos y los pisos alicatados con baldosas blancas y negras. Pasada la medianoche, los visitantes decidieron que era hora de la partida. El extranjero bebió el último sorbo de su trago. Todos se dirigieron hacia la puerta. El frío, la nevada y la oscuridad cesaron. Todos marcharon de regreso a casa.

El día de elecciones terminó sin contratiempos. Al día siguiente no hubo escuelas y los negocios estuvieron cerrados. La ausencia del extranjero se notó solo hasta el martes, cuando nadie vino a recoger la tula con las cartas acumuladas. Cuando las autoridades llegaron a la casa, encontraron una mesa cuidadosamente arreglada, un sombrero blanco, una mantilla negra, un prendedor de libélula, un cuchillo y el cuerpo del extranjero.

Créditos fotográficos: Portada: Mattia Tonolli; foto 1: Kilarov Zaneit; foto 2: Diane Picchiottino; foto 3: Diane Picchiottino, y foto 4: Sabine Van-Straaten, tomadas de Unsplash.

Salir de la versión móvil