“Elías el joven” o elogio de la sabiduría

La palabra ‘pedagogo’ proviene del griego paidagogós, término utilizado para describir a la persona que conducía a los niños de la mano. Se refería especialmente al esclavo que acompañaba a los niños a la escuela. En un lugar alejado de las urbes y el progreso, vivió un hombre que enseñó a varias generaciones las artes de lentitud, la atención y lo sutil de la naturaleza. Pero yo huía cada vez que lo veía; me despertaba temor.

Ninguno en la región sabía cuándo había empezado su costumbre. Cuando indagué a los mayores, la tradición precedía sus memorias. Por ello, ninguno preguntó por qué lo hacía ni cuestionó nunca su labor. Lo único claro era que le llamaban “Elías el joven”, para distinguirlo de su padre “Elías el viejo”, y que desde siempre acompañaba a los niños a la escuela.

Quienes lo conocimos supimos que vivía solo, en las cinco cabuyas de tierra y el rancho de paja heredado de su padre. Tenía cinco palos de mango, uno de guanábana y dos de plátano. Sus posesiones eran fáciles de enumerar: un transistor, una linterna, dos machetes, un azadón y una pala, tres mudas de ropa, una navaja de afeitar, una estera, una hamaca, algunos tiestos de cocina, una vaca, una mula, cinco gallinas, un perro pequeño pero fiero y un gato de tres patas. No conoció a su madre ni tampoco se supo de hermanos o parientes. Sus recuerdos familiares más entrañables sólo provenían de “Elías el viejo”. Su mirada clara, sus carcajadas cuando se bañaba en el río y la extraña costumbre de aventurarse desnudo en la selva.

Conocí a “Elías el joven” cuando él ya era viejo. Lo había visto varias veces, pues su tierra colindaba con la de mi padre. Pero huía cada vez que lo veía; me despertaba temor. Sólo me acerqué a él en mi primer día de escuela. Vivíamos arriba en la Sierra, donde nacían las aguas, a una hora y media a pie del pueblo. Eso me hacía el primero en la lista de su recorrido. Esa mañana está vívida en mi memoria: yo vestía una camisa azul de manga corta, que había sido de mi hermano, con un escudo que decía Escuela Municipal de Bonda. Tenía bluyín gastado con un grueso dobladillo (por supuesto, también de él), y mis chanclas de siempre, pues no alcanzaba el dinero para los zapatos. Era para mí un día especial, y recuerdo que robé un poco de la colonia que mi padre usaba para las fiestas.

Mi padre nunca me dijo por qué “Elías el joven” me llevaría a la escuela. Sólo me pidió que lo esperara en la piedra a la entrada de la finca y “me portara bien”. Eran las 5:30 a.m. A los pocos minutos de esperarlo apareció. Vestía camisa blanca de manga corta, metida en un pantalón negro que subía más allá del ombligo. Tenía un cinturón con una hebilla grande que decía “Harley”. En sus pies, unas botas negras brillantes. Su pelo estaba engominado, peinado hacia atrás. Usaba unos anteojos de pasta gruesa, remendados con cinta aislante. Era el único en la región que usaba gafas y, según mi abuela, “se había vuelto ciego de tanto leer”.

Era enorme, todos hablábamos de ello, y por esta razón hoy me resulta difícil explicar por qué a pesar de su tamaño ese día me apareció pequeño, un niño como yo. Llegó hasta donde estaba, se agachó, puso una rodilla en el piso para quedar a mi altura, me miró sobre sus anteojos y me estiró la mano. Confié y apreté firme su mano. Sentí que un adulto por fin me trataba como su igual. Eso me gustó.

Inició la marcha, lo seguí, cruzamos el río y tomamos la carretera hacia al pueblo.

Yo miraba al suelo, cuando él se detuvo para mostrarme un árbol enorme que hasta entonces había ignorado.

Me dijo: “Este es el ‘Abuelo’, el árbol más viejo de este bosque”.

Y como un acto de magia, el gigante se hizo visible.

Continuó: “Es un caracolí. Así mal contados debe tener cuarenta metros”.

Tomó entre sus manos grandes un trozo de algo café que estaba en el suelo: “Vea, a las semillas les dicen ‘orejas’”.

Abrió en dos la cáscara y prosiguió: “Esto blanco es un fruto, lo llaman ‘narices’. No se lo vaya a comer crudo porque se envenena. Tiene que cocinarlo y así puede hacer hasta un pan”.

Lo escuchaba atentamente y me causó risa pensar que un árbol diera narices y orejas. Él celebró mi comentario y hasta improvisó una canción.

Seguimos bajando y paramos en otras tres casas a buscar ocho niños más. Él nos detuvo ante una hilera de hormigas rojas para que contempláramos cómo transportaban hojas. Nos habló de las hormigas ‘brujas’, que sólo comen en la noche, se esconden durante el día y, si se las sorprende con una linterna, se hacen las muertas.

También nos enseñó a reconocer el canto de colibríes, tucanes y oropéndolas. Y ya llegando al colegio, nos mostró un arcoíris redondo alrededor del sol, que según nos dijo significaba que llovería a comienzos del siguiente mes.

No tengo recuerdos de mi primer día dentro de la escuela, de cómo lucía mi profesor o de sus primeras enseñanzas, sólo se fijó en mi memoria esa primera caminata. Aún hoy me detengo ante los árboles, escucho aves, contemplo hormigas y miro al cielo para saber si habrá lluvia el próximo mes. “Elías el joven” me acompañó a la escuela por once años.

Me mostró cómo hablar con los árboles, la oscuridad, las estrellas y, sobre todo, a escuchar sus respuestas.

Durante más de una década, me llevó a devolver peces al río durante la sequía, cuando otros los pescaban. Me inculcó el valor del silencio y el amor a la soledad, mientras en la algarabía del pueblo los viejos se morían de solitaria tristeza. Me convenció de que es imposible sentirse pobre cuando las piedras, la tierra negra y los pájaros son compañeros de juego. Me mostró cómo hablar con los árboles, la oscuridad, las estrellas y, sobre todo, a escuchar sus respuestas. Me enseñó a leer lentamente, con placer y devoción. Me conmovió con su generosidad cuando me compró mis primeros tenis, con lo poco que le pagaron de la cosecha de sus mangos.

Al terminar la escuela, él me acompañó hasta la estación de bus cuando fui aceptado en la universidad pública. Allí pasé momentos difíciles, y en tiempos de desesperación oí su voz en mi mente y recordé su manera de cazar belleza en el mundo.

Diez años después, cuando vine a enterrar a mi papá, “Elías el joven” nos recibió a mi esposa Sara, mi hijo Juan y mi pequeña Valentina. Vestía camisa blanca y pantalón negro subido hasta el ombligo. Llevó a mi hijo a la escuela por primera vez.

He vivido estos últimos cinco años en la misma casa donde crecí. A veces me uní a sus recorridos, para dejarme llevar de nuevo por sus historias y entregarme al juego serio de ser niño.

Hay quienes piensan todavía que “Elías el joven” era tonto, porque se sentaba en la plaza del pueblo a leer con los oídos tapados por sus manos; porque cantaba a los monos, o porque prefería la amistad de los niños y los animales. Pero quienes caminamos a la escuela con él sabemos que mientras el profesor hablaba de “la realidad”, él participaba del mundo afuera y éste le revelaba sus secretos.

Hoy, cuando despido ante ustedes a mi amigo “Elías el joven”, lo hago con agradecimiento por su silencioso legado a este pueblo, a mi vida, a mi hijo Juan e incluso a mi hija Valentina, a quien acompañó esta semana en su primer día.
El pasado lunes, tan solo dos días antes de su muerte, llegó igual que hace veinticinco años a la entrada de mi finca. Tenía su camisa blanca metida en el pantalón negro y su pelo blanco engominado. Con su espalda encorvada y su tamaño enorme, que aún traslucía al niño, acompañó los sueños de otra alma.

Créditos fotográficos: Portada: Andrew Yurkiv; Foto 1: Annie Spratt; Foto 2: John Lozano; Foto 3: Bud Helisson. Tomadas de Unsplash.

*Una versión de este cuento fue publicada en la Revista Matera nro. 13. III cuatrimestre de 2014, Bogotá, Colombia. Bajo el título: “Elías el joven (o del pedagogo)”, firmado por: Mauricio González G.

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