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Menos apatía y más juego: Ideas para una vida creativa

El humorista Manuel ‘Mamo’ Gutiérrez nos invita a entrar en modo lúdico, para ver el mundo con otros lentes, fluir y activar la creación.

¿Cómo cambiar el foco en las largas esperas, colas en el banco o embotellamientos de tránsito? Quizás podríamos valernos de una herramienta que es tan milenaria como propia de nuestra naturaleza: el juego. En este artículo exploraremos autores, técnicas e inspiraciones para activar esa capacidad innata y sus potencialidades emocionales, creativas e innovadoras.

Los antropólogos han descubierto que galumphing es uno de los talentos principales que caracterizan las formas de vida superiores. Galumphing es la energía de juego inmaculadamente estrepitosa y aparentemente inagotable de los cachorros, gatitos, niños, mandriles de poca edad… Galumphing es dar saltitos en lugar de caminar, tomar el camino más pintoresco en lugar del más corto, jugar a un juego cuyas reglas exigen una limitación de nuestro poder, interesarnos por los medios más que por los fines. Creamos obstáculos voluntariamente en nuestro camino y nos divertimos superándolos. En los animales más evolucionados y en las personas tiene supremo valor evolutivo.

Stephen Nachmanovitch. Freeplay

En la sala de espera de un dentista impuntual dos personas aguardan sentadas el momento de ser llamadas. A simple vista, no parece haber ningún rasgo distintivo que permita diferenciar mucho a una de la otra. Casualmente, ambas visten colores ocres; tienen los brazos cruzados; las suelas de sus zapatos están apoyadas sobre las baldosas, y ambas son de Sagitario con ascendente en Aries. Sin embargo, mientras una carga con pesadez un rostro cada vez más fastidiado, la otra lleva dibujada una sutil mueca sonriente en la comisura de sus labios y un brillo especial, casi imperceptible, en sus ojos.

Lo que nadie sabe es que esta segunda persona, a diferencia de la primera, juega en silencio mientras aguarda ser atendida. Escanea las paredes en busca de manchas de humedad para resignificarlas con nuevas formas figurativas; escucha los sonidos que vienen desde el exterior y los bautiza con nombres como: “ronroneo de gato borracho”, “zumbido de mosca de Indochina”, “traqueteo sobre brasas de pasión” o “Dios salve a la cigüeña”. Esta persona se ha autoimpuesto una consigna: jugar silenciosamente mientras tenga que esperar. Se obliga a contener la respiración todo el tiempo que no suena el torno, y fuerza conexiones fonéticas entre los nombres de sus familiares sanguíneos y los animales de la selva: Jimena con jirafa, Mariano con mariposa e Ignacio con iguana.

La otra persona, la del rostro fastidiado, no juega. Reprocha por dentro ese patrón tan común que tienen los dentistas, quienes dan turnos en horarios que nunca coinciden con el tiempo en que finalmente atienden. Se queja por dentro, y sería capaz de escupir fuego si alguien osara pronunciar frases como: “Relájese, disfrute el momento”, “Lo único que no se resuelve es la muerte”. U otras como: “Si tan solo pudiéramos jugar como lo hacen los niños”. 

Exclamaría con veneno:

¡Tarde, señora!, ¡Tarde, señor! Yo ya no soy un niño y nunca más lo seré. ¿No ve que hace tiempo ingresé en la fase etaria conocida como “adultez”? La etapa de la vida en la que manda ir y venir con el ceño fruncido, ocupado por los asuntos del futuro y revisando los del pasado. Una edad signada por controlar obsesivamente el reloj, lamentar el desesperante paso del tiempo y tachar largos listados de pendientes que tienen esa maldita habilidad de reproducirse como la Hidra de Lerna, ese monstruo mitológico que lograba generar dos cabezas por cada una que le amputaban. No me fastidie y déjeme rezongar libremente la impuntualidad del dentista.

Es cierto, en general tenemos motivos de sobra para negarnos a jugar, una actividad que resulta menor, improductiva y licenciosa ante todas las demás obligaciones del día como son: pagar deudas, asistir a reuniones, presentar reportes, rendir cuentas a un superior, buscar a las criaturas por la escuela, reclamar a la obra social, hacer terapia y atender el interminable ciclo de lavar-colgar-secar-doblar-guardar la ropa. Pareciera no quedar tiempo libre para, encima de todas las responsabilidades que supone mantenerse con vida en el mundo moderno, tener que andar jugando.

El modo abierto es relajado, expansivo y menos intencionado. Nos abre a la contemplación y predispone al humor. Es un estado lúdico que siempre ofrece una perspectiva más amplia de la realidad y permite que la curiosidad pueda operar.

Sin embargo, voces experimentadas de la ciencia, el arte y la espiritualidad nos recuerdan una y otra vez el valor insustituible de la actitud lúdica ante la vida. Un posicionamiento ante lo cotidiano que, lejos de quitarle importancia a los eventos del día a día, los pone en valor y hasta nos expande en nuestras capacidades para llevarlos adelante. Parece ser que nos va mejor cuando jugamos.

En su charla Cómo gestionar la creatividad, el reconocido actor británico John Cleese (líder del grupo de comedia inglés Monty Python) distingue dos modos donde podemos encontrarnos: el modo cerrado y el abiertoEl primero, dice el comediante, es en el cual nos encontramos la mayor parte del tiempo cuando estamos en el trabajo. Tenemos la sensación de que hay mucho por hacer, experimentamos ansiedad, impaciencia, tiene un poco de tensión, no mucho humor y es un modo en el cual podemos estresarnos, ponernos un poco maníacos y menos creativos.

Por el contrario, el modo abierto es relajado, expansivo y menos intencionado. Nos abre a la contemplación y predispone al humor. Es un estado lúdico que siempre ofrece una perspectiva más amplia de la realidad y permite que la curiosidad pueda operar, porque no estamos bajo la presión de hacer algo específico rápidamente. Podemos jugar y eso es lo que permite que aflore nuestra creatividad natural.

En este sentido se suman las palabras de Stephen Nachmanovitch, autor de Free Play: La improvisación en la vida y en el arte, cuando sostiene: “Un paseo por las calles de una ciudad en el extranjero, guiado por las indicaciones de la intuición, resulta mucho más gratificante que una excursión planeada según lo ya aprobado y experimentado”. Su libro es una verdadera oda a la improvisación en un sentido tan profundo que llega a afirmar que el proceso creativo es un camino espiritual.

El autor y violinista norteamericano afirma que muchas de las tradiciones espirituales sostienen que la luminosidad, profundidad y simplicidad pueden llevarse a actividades rutinarias, como cortar la leña o acarrear el agua. Leyendo su libro a uno hasta le dan ganas de ir brincando a pagar los impuestos de manera lúdica. Una invitación a hacer sin preocuparse por el resultado: “Porque el hacer es su resultado”. Hacer y ser por puro placer, explorando con total libertad.

Y aunque esta arenga al juego cotidiano parezca simple, lo cierto es que muchas veces nos encontramos con barreras y limitaciones al momento de adoptar la tan anhelada actitud lúdica. Decimos querer jugar más y al pretender hacerlo algo se traba. Por eso, no es sorprendente que millones de personas alrededor del mundo se hayan convertido en practicantes del famosísimo El camino del artista: un sendero espiritual hacia la creatividad, de la autora Julia Cameron. Un libro, “primo-hermano” del anteriormente citado, que propone un sendero de doce semanas lleno de consignas y disparadores para despertar la creatividad que yace dormida dentro nuestro.

Existe un denominador común en todos estos textos y es la convicción de que hemos nacido perfectamente dotados. La creatividad ya está dada y lo único necesario para que aflore es quitarle lo que impide que emerja. Tal como lo describe Nachmanovich con tanta claridad: 

La creación espontánea surge de lo más profundo de nuestro ser. Lo que tenemos que expresar ya está con nosotros, es nosotros, de manera que la obra de la creatividad no es cuestión de hacer venir el material sino de desbloquear los obstáculos para su flujo natural.

A esta altura del relato podríamos afirmar que el juego y la creatividad no son meros pasatiempos, sino más bien vehículos que permiten acceder a nosotros mismos y expresarnos de modos inusuales, diversos y expansivos. Y aunque el fin del juego no es otro que su mera existencia, al practicarlo ganamos casi sin darnos cuenta un enorme beneficio, tal vez el más importante: la atención plena

Cuando nos entregamos completamente al ejercicio de un juego o una actividad puntual, todos nuestros sentidos se vuelcan con intensidad al presente y aquí es donde vuelven a cruzarse los caminos de lo lúdico con lo espiritual. Porque la presencia plena es tal vez una de las grandes búsquedas de tantas tradiciones espirituales alrededor del mundo. Estar aquí y ahora. No importa si es arrojando piedras para derribar una lata de un poste, saltando a la rayuela, vaciando la cámara desengrasadora de la cocina o realizando ejercicios de respiración consciente: nos hace bien atender con todos nuestros sentidos una sola cosa.



Y por si aún no lo hemos convencido sobre la conveniencia de aumentar la dosis de juego en su cotidiano, recurriremos a un cuarto y último referente del campo del bienestar: el señor Mihaly Csikszentmihalyi, autor del libro Fluir: una psicología de la felicidad. Dice este profesor húngaro-estadounidense que: “Es al estar completamente involucrados con cada detalle de nuestras vidas, ya sea bueno o malo, que encontramos la felicidad, no al tratar de buscarla directamente”. En tal sentido, agrega que “es imposible disfrutar de un partido de tenis, un libro o una conversación, a menos que la atención esté totalmente concentrada en la actividad”.

Tomando sus palabras, rescatamos un hallazgo más, sumamente interesante y es que para que encontrar felicidad en la experiencia (cualquiera sea) no necesariamente debemos involucrarnos en una actividad de por sí agradable. Será más importante atender el presente al ciento por ciento antes que dar con una ocupación placentera. Lo cual pareciera significar una buena noticia, pues la felicidad no dependería exclusivamente de las condiciones externas tanto como de las internas.

Y así, volvemos al punto inicial de este texto: la sala de espera del consultorio odontológico. Un espacio que además de servirnos para poner combustible al tedio, la queja y los resoplidos equinos, también puede servirnos de tablero de ajedrez, montaña rusa o nave aeroespacial. Todo dependerá de los lentes con que queramos verla.

Créditos fotográficos: Portada: Dominik Vanyi; foto 1: Belinda Fewings; foto 2: Luis Villasmil, y foto 3: Tengyart, tomadas de Unsplash.

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